miércoles, 20 de agosto de 2008

Capitulo III Libro Secuestro en la embajada




III
TOTA

María del Carmen Almeida de Quinteros nació en Montevideo el 3 de agosto de 1918, en el hospital Pereira Rossell. Vivió sus primeros años en la calle Cabrera entre Comercio y Gobernador Viana, del barrio de la Unión. Su padre fue Horacio Almeida y Cándida Buela su madre. De ese matrimonio también nació otra hija, María Mercedes “Coca”, un año y medio mayor que Tota. Fue bautizada en la Parroquia de San Agustín de la calle Industria 2462.
Horacio Almeida era guarda de tranvía y cuando nace Tota estaba participando en una huelga general del transporte. Cuenta Tota: “Estuve muy mal y mi madre estuvo muy mal también y cuentan que en medio de aquella huelga mis tías se trasladaban al Pereira Rossell en carretas porque los tranvías no funcionaban. Muchos carreros andaban con alfalfa para sus caballos y mis tías iban al hospital en carro para cuidar a mi mamá”.

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    En julio de 1922, cuando Tota tenía tres años fallece su madre en el parto de otro hijo, que tampoco sobrevive. Su padre la lleva a vivir a la casa de una hermana de él, en la calle Bulevar Artigas y Lorenzo Fernández. En ese nuevo hogar se cría junto a sus dos primos. Su hermana Coca se queda a vivir con otras tías de la calle Cabrera.
    A los 6 años ingresó al colegio de las hermanas Dominicas de la calle Rivera, junto con su hermana Coca. Allí recibe educación primaria y secundaria, que culmina en el año 1935, y regresa a la casa de Bulevar Artigas.
    Su padre se volvió a casar y del nuevo matrimonio nacen dos hijos: una niña que falleció muy pronto y un varón, Juan Almeida.
    Una vez que abandonó el colegio, Tota empezó a trabajar en la tienda London Paris, en tareas administrativas.
    A Tota le gustaba ser maestra, pero como no terminó sus estudios, trabajó desde 1937 a 1964 como ayudante de maestra corrigiendo deberes en el colegio.
    Por el año 1939 o 1940 formaliza un noviazgo con Roberto Quinteros, un joven ocho años mayor que ella que trabajaba como despachante de aduana. A los 26 años se casa, el 7 de diciembre de 1944, y se queda a vivir en el mismo barrio, Brazo Oriental, en la calle Municipio casi Gualberto Méndez. A pesar de que Roberto era ateo, se casaron por la iglesia.
    Nueve meses después nace Elena, su única hija. Por el año 1948, cuando la niña tenía 3 años, se mudan al barrio Jacinto Vera, a unas viviendas municipales en las calles Guadalupe y Cufré.
    Tres años después vuelven a la calle Municipio, pero a otra casa.
    El 10 de diciembre de 1965 muere Roberto luego de padecer durante mucho tiempo una afección cardíaca. Poco tiempo después, en mayo de 1966, con el consentimiento de Elena, Tota recibe del Consejo del Niño un bebé recién nacido, Robertito, a quien cría como cuidadora particular hasta el año 1975.
    Tota era una madre absorbente con su única hija y tenía muchos miedos, “pero los miedos eran también por cualquiera de nosotros”.
    Sara recuerda la imagen de Tota, “sentada en una silla, escuchando su enorme radio para no dormirse y para oír si había sucedido algo. Al final se dormía y su cuerpo se inclinaba hacia adelante, y cuando daba la impresión de que iba a caer, volvía hacia atrás, y luego, muy despacio, otra vez hacia adelante.
    Tota proyectaba en Elena cantidad de cosas. Todos pensaban que si a Elena le pasaba algo se moriría. Con el tiempo, todo se fue modificando. Como otras madres, fue ‘pidiendo un lugar’, ocupándolo, ganando en autonomía, aunque la protagonista era Elena. Cuando uno ve su lucha de años después, las mil cosas que hizo, realmente sorprende su crecimiento”.
    Lilián Celiberti recuerda que: “Con Tota conversaba a un nivel que no lo hacía con Elena. Con ella yo buscaba el apoyo, la contención, el consejo, el ‘bueno, m’hijita’, y a la vez yo también quería brindarle protección. Todos nosotros deseábamos protegerla”.
    En 1969 cuando Elena quedó recluida en la cárcel de mujeres, varios pensaron que Tota no resistiría. “Fue ahí que comenzó a darse cuenta de que Elena no podía seguir siendo una niña, que ya tenía su pareja”, sigue Celiberti.
    Méndez agrega: “Yo a veces pensaba que la permisividad de Tota hacia Elena y hacia todas nosotras se debía a que era una forma de mantenerse siempre cerca de su hija. Ella era, a fin de cuentas, la típica madre que sólo tenía ojos para su hija”.
    Tota le confió a Sara que Elena no le “contaba nada” y le pidió que le dijera “en qué andaban”, ya que “necesitaba saber para estar preparada”. “Recuerdo las veces que estando yo en su casa fueron milicos a preguntar por Elena. Tota se portaba como una campeona, abría la puerta y respondía con seguridad y firmeza. Pero cuando los milicos se iban se desplomaba.”
    En 1972, con 54 años Tota le plantea a su hija Elena que quería compartir sus actividades políticas y sociales. Que quería ser también una militante. Elena al principio se negó, pues creía que el planteo de su madre tenía como objeto controlar sus actividades. Finalmente, la perseverancia de Tota logró que fuera atendido su reclamo. “Fue en ese momento que Tota comenzó a realizar pequeñas colaboraciones, como atender llamadas telefónicas y cosas por el estilo. Una vez desaparecida Elena, se entregó con todo. Creo que si su hija hubiera sido una maestra dedicada sólo a la enseñanza, Tota no se habría transformado en militante.”
    Viviendo en la calle Municipio la casa de Tota sufrió cinco o seis allanamientos. En Carreras Nacionales, mientras Elena estaba en Cabildo, tres veces fue allanado su domicilio y otras tantas cuando vivió en el Prado. Recuerda Tota: “...cuando algún compañero tenía algún problema represivo iba a casa, que a esa altura era el refugio de más de uno y creo que esa fue mi forma de vincularme a la lucha revolucionaria en aquellos años (...) cuando entraban a mi casa y se ponían pesados yo sentía miedo porque, como decía un compañero, si no sentías miedo eras un inconsciente. No es una vergüenza tener temor porque el peligro existía”. Y, con firmeza, agrega: “Yo nunca viví aquella lucha como una ‘rebeldía juvenil’ ni nada parecido, lo vi y lo viví como algo muy serio y profundo, lleno de valores y de esperanzas aun con los riesgos que se corrían y de los cuales sabíamos muy bien, aunque a veces uno no ve en el ojo de la tormenta las dimensiones exactas del huracán. Pero ni antes de incorporarme, ni después lo vi así. Lo vi como la visión de los muchachos y después mía, de un país que se nos estaba yendo de las manos y que después, con todo lo que sufrimos, con todos los presos, los torturados, los desaparecidos, pudimos cruelmente comprobar. El país estaba en una lucha continua”.
    El 2 de abril de 1976, a instancias de su hija abandona el país y se radica en Argentina donde obtiene la carta de refugiada ante el ACNUR.
    Ese año, en que se inicia la represión contra el PVP en Argentina y Uruguay, vive en Buenos Aires con Ruben Prieto y su familia.
    “Después tenía que volver para Buenos Aires yo, y aguantar a la Tota que ya estaba viviendo con nosotros. Con María Selva, conmigo y con Victoria, que era chiquita, preguntando, tirándome de la lengua, y yo no podía decir a la Tota que veía a Elena, a Elena sí le podía contar de Tota, pero a la vieja de Elena no, porque no lo tenía permitido. Ella si tenía noticias de Elena era por otro lado. No supo hasta después que Elena cayó. No supo que yo la veía.”
    “(...) al principio viví en hotelitos de mala muerte pero después sí me instalé con esa familia. Todo era muy difícil. Te podrás imaginar cómo viví, por ejemplo, aquel 20 de mayo cuando aparecen muertos Zelmar, el Toba y los dos compañeros, William y Rosario. Pasé extremadamente angustiada pensando siempre en los demás. Pensando qué podría pasar con todos los compañeros, sobre todo cuando se podía ver que la represión venía contra los uruguayos y en especial también contra el Partido por la Victoria del Pueblo.”
    Cuando se producen los secuestros de junio y julio de 1976, Tota cumple un papel que posteriormente será muy importante para la ubicación de uno de los dos niños que desaparecen en esos operativos.
    Después de la segunda ola de desapariciones en setiembre y octubre del 76, Tota abandona Argentina por intermedio de Naciones Unidas. Llega a Suecia el 8 de octubre de ese año. Fue alojada en Alvesta y luego va a Estocolmo. Aún no había terminado de instalarse cuando el 29 de octubre escribe una carta al gobierno sueco reiniciando las gestiones por Elena.
    Esa mujer humilde de casi 60 años no podía imaginar entonces los miles de quilómetros que debería recorrer por el mundo, el número de puertas que debería golpear y el fundamental papel que tendría que jugar de futuro.

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